martes, 26 de mayo de 2009

Por qué no soy médico

Serían las 10 de la mañana de un día de colegio en plena clase de Ciencias Naturales. La profesora, una mujer de un metro y medio de estatura aproximadamente, explicaba a sus alumnos de ochos años las características de una luxación, de una fisura, de una fractura. Luego, apoyada en láminas multicolor, pasó a narrar detalladamente qué era una hemorragia y cómo se contenía con un bien aplicado torniquete. 

Uno de sus alumnos, cuya imaginación casi siempre lo alejaba de la tierra, comenzó a recrear en su mente cada una de las explicaciones de la maestra: un hueso salido de su sitio, un hueso rajado, un hueso roto; hasta que imaginó cómo sería una hemorragia -con todo un chorro de sangre saliendo de uno de sus brazos-, y comenzó a sentir mareos, a sudar frío, a ver todo negro y, ante la sorpresa de sus demás compañeros, cayó al suelo. Ahí descubrí –y no me quedó dudas-, que mi vocación no era la medicina.

De ahí todo lo que vendría en los siguientes años confirmaría que esa no era mi vocación. Conforme fui creciendo podía aguantar las patadas y heridas de un partido de fulbito, las caídas de una bicicleta, los puñetes de una pelea callejera, cualquier tipo de golpe y pequeñas heridas con su pus incluida, todo, todo menos una inyección o un examen de sangre.

De adolescente la situación no cambió. Evitaba cualquier imagen del noticiero donde con bombos y platillos se anunciara una nueva operación al corazón o cualquier otra intervención quirúrgica. No tenía ganas de ver a personas manchadas de sangre narrando amenamente cómo se abría el tórax –ya me imaginaba la sierra chirriando al roce del hueso-, mientras el camarógrafo enfocaba profesionalmente el corazón todo rojo y nadando en sangre, mientras yo le echaba dos cucharaditas de azúcar a mi taza de leche con cocoa.

Incluso en esta etapa de mi vida sucedió un episodio que agradecí a Dios no haber presenciado. Ocurrió que a mi padre, regresando a Lima por la carretera central, le sobrevino un dolor abdominal que ya no pudo soportar y que le obligó a acudir a un policlínico cercano, donde los médicos lo ingresaron de emergencia para operarlo de una hernia abdominal. 

Llegado desde Lima junto a mi madre y mi hermana menor, fui enviado a la farmacia más cercana para comprar algunas medicinas. En ese lapso de tiempo salió el médico de la sala de operaciones y, llamando a los familiares presentes, mostró con total serenidad la porción de intestino extirpado a mi padre: un pedazo de víscera podrida maloliente que felizmente no vi, pero que mi hermana de doce años –hoy estudiante de medicina-, contempló con gran curiosidad.

Este rechazo a cualquier cosa que llevase a las ciencias se trasladó también a la parte académica. Podía ser un excelente alumno en letras, geografía y matemáticas, pero no en biología o química. Nunca pude sacar la diferencia entre mitosis y meiosis y recién, gracias a la gripe porcina, comprendí que estar agripado no es lo mismo que estar resfriado.

Ya de adulto mis conocimientos de anatomía han ido de la mano con los accidentes o enfermedades. Aprendí que sobre el tobillo están la tibia y el peroné, luego de que me rompiese éste último hueso en un partido de fútbol; y que la falta de líquido puede ocasionar cálculos en el riñón, luego que en una madrugada de Semana Santa experimentase unos dolores nada agradables en esa zona.

Hoy, mientras observo los libros de medicina de mi hermana y leo términos como “ataxias mitocondriales” o “síndrome de taquicardia ortostática postural”, confirmo que mis gustos académicos no van por el lado de la medicina, y aunque ya no me hago muchos problemas con las inyecciones -eso creo-, y considero que tras haber donado sangre dos veces puedo dar eso por superado, no me apetece para nada ingresar a una sala de operaciones ni como paciente y menos como espectador, no vaya a ser que un olor nauseabundo traiga a mi mente y cuerpo, recuerdos y reacciones nada honrosas de la primaria.

martes, 19 de mayo de 2009

"Alko" y yo

Sentado a mi lado, con las orejas semi levantadas y moviendo la cola, no deja de mirarme esperando que le de otro pedazo de galleta. De otro lado de la casa le llaman, pero no se moverá hasta recibir lo que espera.

Así es Alko, el perro de la casa, uno de los varios que han pasado y probablemente seguirán pasando a lo largo de nuestras vidas. Es inquieto, cariñoso, pero también poco obediente, experto en destrozar lo que sea o desordenar alguna de las camas si lo dejamos solo en la casa sin previamente haber cerrado los dormitorios; y claro, cuando regresamos –sabiendo que hizo mal-, se echa, medio inclinado, con la cola media metida, media moviéndola, esperando a que le regañemos; para después de un largo rato volver a aparecer en escena moviendo la cola y echarse al lado de alguno de los tres.

Llegó a la casa ya hace siete años en los brazos de mi hermana, y es responsable de que mi hermano mayor –hasta ese entonces bastante subido de peso-, perdiese poco a poco los kilos de más luego de extenuantes paseos matutinos y nocturnos, ya que hasta ahora Alko no aprende que para salir a pasear no tiene por qué salir disparado tirando de la cadena. Esto hace que constantemente me pregunte: ¿quién pasea a quién?, ¿mi hermano al perro o el perro a mi hermano?

¿Cuánto tiempo más estará entre nosotros?, no lo sabemos, pues son varios los perros que desde que tenía diez años han pasado por nuestra casa, la mayoría recogidos de las calles, enfermos y luego sanados; cada uno con sus anécdotas que podrían fácilmente ser material para varias columnas, como es el caso de Gitano, el primero de ellos: experto peleador callejero, galán de barrio y escurridizo cuatro patas que en varias ocasiones logró esquivar al portero del colegio para, tras deambular por los pasadizos, encontrarme en el salón de clases y hacer estallar en gritos a varias de mis compañeritas de la primaria.

Por eso, aunque no sé cuánto tiempo más estará Alko a nuestro lado, lo que sí tengo seguro es que cuando sea padre les daré a mis hijos la oportunidad de tener un perro, y si es recogido de la calle, mejor; pues por experiencia propia sé lo mucho que un perro puede influir en la vida de un niño: desde enseñarle a querer a la naturaleza hasta ser su compañero de aventuras.

Alko sigue sentado a mi lado, pero ya no contento con solo mover la cola, se acerca un poco más y con su hocico me levanta la mano del teclado, no me deja escribir y persistirá en su comportamiento hasta lograr lo que desea: un pedazo de galleta.

Lo miro y le digo que se espere; pero dado que será inútil, opto por coger la última galleta que me queda y partirla por la mitad, y levantando una de estas con la mano izquierda, hago el ademán de lanzarla sin lanzarla; Alko salta creyendo que la encontrará en el aire, luego en el piso; pero tras olfatear el suelo por algunos segundos, regresa a mi lado para otra vez alzarme la mano del teclado.

Le miro, le acaricio la cabeza y le digo “está bien”, y tras esto vuelvo a alzar la mitad de la galleta y esta vez sí, midiendo la fuerza, la hago volar por el aire, y Alko, nada lento, se impulsa sobre sus patas traseras para en décimas de segundos cogerla al vuelo y darle un par de masticadas.

Otra vez se sienta a mi lado, ya no hay galleta para él y lo sabe. Luego de unos breves segundos de permanecer a mi lado, lo vuelven a llamar desde otro lugar de la casa. Esta vez ya no lo piensa dos veces: me mira, mueve la cola y dando media vuelta se va directo a la cocina, donde tal vez encuentre un poco de comida del día anterior calentada por mi hermano.

martes, 12 de mayo de 2009

Recuerdos de mi madre


Unas de las cosas que guardo con más cariño de mi madre son las dos cartas que me escribió años atrás: una cuando me estaba preparando para recibir la Primera Comunión, la otra cuando me fui a un retiro juvenil. Las dos son ahora hojas amarillas que conservo en un cajón de mi cuarto, junto a otras cartas y demás recuerdos

“Te sorprenderás mucho cuando leas esta pequeña carta, pero te la escribo con mucho cariño, es para decirte lo mucho que te quiero a ti como a tus hermanos…”, leí cuando tenía diez años de edad, parado en medio del patio de la casa de retiro de los hermanos salesianos, en Magdalena.

Han pasado catorce años desde que no la tengo a mi lado, pero junto a mis hermanos la solemos recordar siempre, al igual que a nuestro padre. Cada uno con recuerdos personales o de familia y que compartimos de vez en cuando.

Gracias a esos viajes en el tiempo rememoro episodios y anécdotas que me la recuerdan con cariño, como las conversaciones que teníamos en la cocina: yo sentado en el suelo apoyado en la pared, ella preparando el almuerzo; o cuando la acompañaba al mercado para hacer las compras de la semana, o cuando íbamos a visitar a alguien. Incluso aquellas tardes en nuestra casa de Magdalena, cuando todavía era pequeño y ella sentada a mi lado me hacía repasar la lección y no dejaba que me levantara hasta que terminara las tareas; pero también recuerdo las innumerables veces que la vi preparando postres, bien para nosotros, bien para venderlos y ayudar a la economía familiar.

En fin, son muchos los recuerdos que podría enumerar: fiestas infantiles, las veces que desde su cama esperó a que yo, siendo ya adolescente, regresara de una fiesta en la madrugada; o ya en la universidad, su constante preocupación por si volvería a casa para almorzar o si me quedaría estudiando hasta la noche. Incluso existen recuerdos tristes. Y aunque a veces tuvo que recurrir al castigo para corregirme, como quitarme las rabietas de niño con agua fría, y llamarme la atención, todo lo hizo con la intención de hacerme una persona de bien. “Si alguna vez te resondro –me escribió- es por tu bien porque quiero que seas alguien en el futuro, que puedas valerte y salir adelante”.

Entre las cosas materiales, además de las cartas, conservo también con bastante cariño mi cámara fotográfica zenit, que prácticamente es ya una pieza de museo, pero que la adquirí gracias al dinero que reuní luego de sortear un par de aretes que ella me dio para ese fin. Por razones de modernidad ya no uso esa cámara, pero la conservo como un regalo suyo.

Así era mi madre: experta en comida china, en gastar bromas y burlarse de nosotros, poseedora de una envidiable caligrafía que me hizo imposible falsificar su firma alguna vez, y a quien compré en la bodega de la esquina un chocolate Sublime –tendría yo unos seis años-, como primer regalo del Día de la Madre porque sabía que le gustaban.

Hoy, a pocos días de haber pasado otro Día de la Madre, aunque no la tengo a mi lado, junto a mis hermanos la tenemos presente, porque a cada uno le enseñó algo valioso, a pesar de los errores que como todo ser humano pudo haber cometido.

“Entre los recuerdos gratos que puedo yo haber dejado en ellos –escribió en una charla para padres-, es mi entrega y dedicación, siempre pendiente a todas sus necesidades, mostrándome siempre amiga. También recordarán mi preocupación en sus tareas escolares, estando atenta a resolver cualquier problema que se les pudiera presentar, sin hacer ninguna diferencia por ninguno de ellos, porque los tres son iguales e importantes para mí”.

Por todas estas cosas y por el cariño que une a un hijo a su madre, le pido a Jesús, que también fue hijo, que comprenda que el día en que me toque partir de este mundo, a la primera persona, al primer ser que quiero ver en la otra vida, es a mi madre.